Llevaba horas en el departamento, sin saber qué hacer. Me comía la cabeza pensando en que había visto algo de ese pasado de Mía que tan bien había sabido callar. ¿Se lo tenía que decir? ¿Tendría acaso sentido? ¿Debería confesarle también mis propios secretos?
Las lágrimas mojaban el piso a medida que caían de mi cara. Sin darme cuenta estaba moviendo el órden de todos los muebles de mi habitación, como solía hacer siempre que me ponía nerviosa.
A medida que iba cayendo la noche y empezaba a hacer frío, me fui quedando acostada en el piso, entre algunas mantas y almohadas que había tenido pereza de ubicar.
En la oscuridad, los recuerdos del hospital iban lentamente siendo reemplazados por los de la cafetería, y cuando en mi mente volvió a aparecer el arma apuntándome, ya no resistí, y me desaté en un llanto descontrolado que duró horas mientras me iba quedando dormida y por mi cabeza desfilaban miles de imágenes. Una cama de hospital rodeada de fuego, Mía lloraba mientras su cara se derretía por el calor, el hombre del arma se reía mientras Daniel le asestaba golpes que no parecía sentir, y todo lentamente se iba oscureciendo y apagando para dejar paso a la imagen de mi calle, en Bariloche, el lugar donde me crié. Era de noche y hacía frío, y se escuchaban sólo los ruidos del viento, ni siquiera escuché los pasos atrás mío. Ya sabía como terminaba el sueño, siempre sé como termina ese sueño, así que grité, lloré y pataleé hasta despertarme y ver la cara de una desconcertada y asustada Mía justo encima mío...